MIS PADRES Y MIS HIJOS
*Samanta
Schweblin
–¿Dónde está
la ropa de tus padres? –pregunta Marga.
Cruza los
brazos y espera mi respuesta. Sabe que no lo sé, y que necesito que ella haga
una nueva pregunta. Del otro lado del ventanal, mis padres corren desnudos por
el jardín trasero.
–Van a ser las
seis, Javier –me dice Marga–. ¿Qué va a pasar cuando llegue Charly con los
chicos del súper y vean a sus abuelos corriéndose uno al otro?
–¿Quién es
Charly? –pregunto.
Creo que sé
quién es Charly, es el gran-hombre-nuevo de mi exmujer, pero me gustaría que en
algún momento ella me lo explicara.
–Se van a
morir de vergüenza de sus abuelos, eso va a pasar.
–Están
enfermos, Marga.
Suspira. Yo
cuento ovejas para no amargarme, para tener paciencia, para darle a Marga el
tiempo que necesita. Digo:
–Querías que
los chicos vieran a sus abuelos. Querías que trajera a mis padres hasta acá,
porque acá, a trescientos kilómetros de mi casa, se te ocurrió que sería bueno
pasar las vacaciones.
–Dijiste que
estaban mejor.
Detrás de
Marga mi padre riega a mi madre con la manguera. Cuando le riega los pechos, mi
madre se sostiene los pechos. Cuando le riega el trasero, mi madre se sostiene
el trasero.
–Sabés cómo se
ponen si los sacás de su ambiente –digo–, y el aire libre…
¿Es mi madre
la que sostiene lo que mi padre riega o es mi padre el que riega lo que mi
madre se sostiene?
–Ajá. Así que
para invitarte a pasar unos días con tus hijos, a los que, además, hace tres
meses que no ves, tengo que prever el nivel de “chifladura” de tus padres.
Mi madre alza
al caniche de Marga y lo sostiene arriba de su cabeza, girando sobre sí misma.
Yo intento no quitar la vista de Marga para que de ninguna forma se vuelva
hacia ellos.
–Quiero dejar
toda esta locura atrás, Javier.
«Esta locura»,
pienso.
–Si eso
implica que veas menos a los chicos… No puedo seguir exponiéndolos.
–Solo están
desnudos, Marga.
Va hacia
adelante, la sigo. Detrás de mí, el caniche continúa girando en el aire. Antes
de abrir Marga se arregla el pelo frente a los vidrios de la puerta, se acomoda
el vestido. Charly es alto, fuerte y tosco. Parece el tipo del noticiero de las
doce después de hincharse el cuerpo de ejercicios. Mi hija de cuatro y mi hijo
de seis cuelgan de sus brazos como dos flotadores infantiles. Charly los ayuda
a caer con delicadeza, acercando a la tierra su inmenso torso de gorila y
quedando libre para darle un beso a Marga. Después viene hacia mí y por un
momento temo que no sea amable. Pero me da la mano, y sonríe.
–Javier, te
presento a Charly –dice Marga.
Siento a los
chicos golpear contra mis piernas y abrazarme. Sostengo con fuerza la mano de
Charly que me sacude el cuerpo. Los chicos se sueltan y salen corriendo.
–¿Qué te
parece la casa, Javi? –dice Charly, levantando su vista detrás de mí, como si
hubieran alquilado un verdadero castillo.
«Javi
–pienso–. Esta locura», pienso.
El caniche
aparece llorando por lo bajo con la cola entre las patas. Marga lo alza y,
mientras el perro la lame, ella frunce la nariz y le dice:
«michiquititingo-michiquititingo». Charly la mira con la cabeza inclinada,
quizá solo intenta entender. Entonces ella se vuelve en seco hacia él,
alarmada, y dice:
–¿Dónde están
los chicos?
–Estarán
detrás –dice Charly–, en el jardín.
–Es que no
quiero que vean así a sus abuelos.
Los tres
giramos a un lado y al otro, pero no los vemos.
–Ves, Javier,
esto es justamente el tipo de cosas que quiero evitar –dice Marga alejándose
unos pasos–, ¡chicos!
Va hacia el
jardín de atrás bordeando la casa. Charly y yo la seguimos.
–¿Qué tal la
ruta? –pregunta Charly.
Hace el gesto
de girar el volante con una mano, simula pasar un cambio y acelerar con la
otra. Hay estupidez y excitación en cada uno de sus movimientos.
–No manejo.
Se agacha para
levantar algunos juguetes que hay en el camino y los deja a un lado, ahora
tiene el ceño fruncido. Temo llegar al jardín y encontrar juntos a mis hijos y
mis padres. No, lo que temo es que sea Marga quien los encuentre juntos, y la
gran escena recriminatoria que se avecina. Pero Marga está sola en el medio del
jardín, esperándonos con los puños en la cintura. Entramos a la casa
siguiéndola. Somos sus más humildes seguidores y eso es tener algo en común con
Charly, algún tipo de relación. ¿Realmente habrá disfrutado de la ruta en su
viaje?
–¡Chicos!
–grita Marga en las escaleras, está furiosa pero se contiene, tal vez porque
Charly todavía no la conoce bien. Vuelve y se sienta en una banqueta de la
cocina–. Necesitamos tomar algo, ¿no?
Charly saca un
refresco de la heladera y lo sirve en tres vasos. Marga toma un par de tragos y
se queda un momento mirando el jardín.
–Esto está muy
mal. –Se pone otra vez de pie–. Esto está muy mal. Es que podrían estar
haciendo cualquier cosa. –Y ahora sí me mira a mí.
–Busquemos
otra vez –digo, pero para entonces ella ya está saliendo al jardín trasero.
Regresa unos
segundos después.
–No están
–dice–, dios mío, Javier, no están.
–Sí que están
Marga, tienen que estar en algún lugar.
Charly sale
por la puerta principal, cruza el jardín delantero y sigue las huellas de los
coches que llevan hasta el camino. Marga sube las escaleras y los llama desde
la planta alta. Salgo y rodeo la casa. Paso los garajes abiertos, llenos de
juguetes, baldes y palas de plástico. Entre las ramas de dos árboles veo que el
delfín inflable de los chicos cuelga ahorcado de una de las ramas. La soga está
hecha con la ropa de jogging de mis padres. Marga se asoma desde una
de las ventanas y cruzamos miradas un segundo. ¿Ella buscará también a mis
padres o solo buscará a los chicos? Entro a la casa por la puerta de la cocina.
Charly está entrando en ese momento por la principal y me dice desde el living:
–Delante no
están.
Su cara ya no
es amable. Ahora tiene dos líneas entre las cejas y sobreactúa sus movimientos
como si Marga estuviera controlándolo: pasa rápidamente de la quietud a la
acción, se agacha bajo la mesa, se asoma detrás del vajillero, espía tras la
escalera, como si solo pudiera encontrar a los chicos tomándolos por sorpresa.
Me veo obligado a seguir sus pasos y no puedo concentrarme en mi propia búsqueda.
–No están
afuera –dice Marga–, ¿habrán vuelto al coche? En el coche, Charly, en el coche.
Espero pero no
hay ninguna instrucción para mí. Charly vuelve a salir y Marga sube otra vez a
los cuartos. La sigo, ella va al que aparentemente ocupa Simón, así que yo
busco en el de Lina. Cambiamos de cuartos y volvemos a buscar. Cuando estoy
mirando bajo la cama de Simón, la escucho putear.
Buscamos
juntos en el baño, en el altillo y en el dormitorio matrimonial. Marga abre los
placares, corre algunas prendas que cuelgan de las perchas. Hay pocas cosas y
todo está muy ordenado. Es una casa de verano, me digo, pero después pienso en
la verdadera casa de mi mujer y mis hijos, la casa que antes también era mi
casa, y me doy cuenta de que siempre fue así en esta familia, que todo fue poco
y ordenado, que nunca sirvió de nada correr las perchas para encontrar algo
más. Escuchamos a Charly entrar otra vez a la casa, nos cruzamos en el living.
–No están en
el coche –le dice a mi mujer.
–Esto es culpa
de tus viejos –dice Marga.
Me empuja
hacia atrás golpeándome un hombro.
–Es tu culpa.
¿Dónde carajo están mis hijos? –grita y sale corriendo de nuevo al jardín.
Los llama a un
lado y otro de la casa.
–¿Qué hay
detrás de los arbustos? –le pregunto a Charly.
Me mira y mira
otra vez a mi mujer, que sigue gritando.
–¡Simón!
¡Lina!
–¿Hay vecinos
del otro lado de los arbustos? –pregunto.
–Creo que no.
No sé. Hay quintas. Lotes. Las casas son muy grandes.
Puede que
tenga razón en dudar, pero me parece el hombre más estúpido que vi en mi vida.
Marga regresa.
–Voy adelante
–dice, y nos separa para pasar por el medio–. ¡Simón!
–¡Papá! –grito
yo caminando detrás de Marga–. ¡Mamá!
Marga va unos
metros delante de mí cuando se detiene y levanta algo del piso. Es algo azul, y
lo sostiene de una punta, como si se tratara de un animal muerto. Es el buzo de
Lina. Se vuelve para mirarme. Va a decirme algo, va a putearme otra vez de
arriba abajo pero ve que más allá hay otra prenda y va hacia ella. Siento a mis
espaldas la sombra descomunal de Charly. Marga levanta la remera fucsia de
Lina, y más allá una de sus zapatillas, y más allá la camiseta de Simón.
Hay más en el
camino, pero Marga se detiene en seco y se vuelve hacia nosotros.
–Llamá a la
policía, Charly. Llamá a la policía ahora.
–Bichi, no es
para tanto… –dice Charly.
«Bichi»,
pienso.
–Llamá a la
policía, Charly.
Charly se da
media vuelta y camina apurado hacia la casa. Marga junta más ropa. La sigo.
Levanta una prenda más y se para frente a la última. Es el shortcito de malla
de Simón. Es amarillo y está un poco enroscado. Marga no hace nada. Quizá no
puede agacharse por esa prenda, quizá no tenga las fuerzas suficientes. Está de
espaldas y su cuerpo parece empezar a temblar. Me acerco despacio, intentando
no sobresaltarla. Es una malla muy chiquita. Podría entrar en mis manos, cuatro
dedos en un agujero, el dedo gordo en el otro.
–En un minuto
están acá –dice Charly viniendo desde la casa–, mandan al patrullero de la
rotonda.
–A vos y a tu
familia los voy a… –dice Marga viniendo hacia mí.
–Marga…
Levanto la
malla y entonces Marga me salta encima. Trato de sostenerme pero pierdo el
equilibrio. Me cubro la cara de sus cachetazos. Charly ya está acá e intenta
separarnos. El patrullero para en la puerta y hace sonar una vez la sirena. Dos
policías bajan rápido y se apuran para ayudar a Charly.
–No están mis
hijos –dice Marga–, no están mis hijos –y señala la malla que cuelga de mi
mano.
–¿Quién es
este hombre? –dice el policía–. ¿Usted es el marido? –le preguntan a Charly.
Intentamos
explicarnos. Contra mi primera impresión ni Marga ni Charly parecen culparme.
Solo reclaman por los chicos.
–Mis hijos
están perdidos con dos locos –dice Marga.
Pero los
policías solo quieren saber por qué estábamos peleando. El pecho de Charly
empieza a hincharse y por un momento temo que se tire sobre los policías. Dejo
caer resignadamente las manos, como hizo Marga conmigo hace un rato, y solo
logro que los ojos del segundo policía sigan con alarma la oscilación de la
malla.
–¿Qué mira?
–dice Charly.
–¿Qué? –dice
el policía.
–Que está
mirando esa malla desde que se bajó del coche, ¿quiere avisar de una vez a
alguien que hay dos chicos desaparecidos?
–Mis hijos
–insiste Marga. Se planta frente a uno de los policías y lo repite muchas
veces, quiere que la policía se concentre en lo importante–, mis hijos, mis
hijos, mis hijos.
–¿Cuándo los
vieron por última vez? –dice al fin el otro.
–No están en
la casa –dice Marga– se los llevaron.
–¿Quién se los
llevó, señora?
Niego e
intento intervenir, pero se me adelantan.
–¿Está
hablando de un secuestro?
–Podrían estar
con los abuelos –digo.
–Están con dos
viejos desnudos –dice Marga.
–¿Y de quién
es esta ropa, señora?
–De mis hijos.
–¿Me está
diciendo que hay chicos y adultos desnudos y juntos?
–Por favor
–dice la voz ya quebrada de Marga.
Por primera
vez me pregunto qué tan peligroso es que tus hijos anden desnudos con tus
padres.
–Pueden estar
escondidos –digo–, no hay que descartarlo todavía.
–¿Y usted
quién es? –dice el policía mientras el otro ya está llamando por radio a la
central.
–Soy su marido
–digo.
Así que el
policía mira ahora a Charly. Marga vuelve a enfrentarlo, temo que para negarle
lo que acabo de decir, pero dice:
–Por favor:
mis hijos, mis hijos.
El primer
policía deja el radio y se acerca:
–Los padres al
coche, el señor –señalando a Charly– se queda por si los chicos vuelven a la
casa.
Nos quedamos
mirándolo.
–Al coche,
vamos, hay que moverse rápido.
–De ninguna
manera –dice Marga.
–Señora por
favor, hay que asegurarse de que no estén yendo hacia la ruta.
Charly empuja
a Marga hacia el patrullero y yo la sigo. Subimos y cierro mi puerta con el
coche ya en marcha. Charly está de pie, mirándonos, y yo me pregunto si esos
trescientos kilómetros de excitante conducción los habrá hecho con mis hijos
sentados atrás. El patrullero retrocede un poco de culata y salimos del terreno
hacia la ruta, a toda velocidad. En ese momento me vuelvo hacia la casa. Los
veo, ahí están los cuatro: a espaldas de Charly, más allá del jardín delantero,
mis padres y mis hijos, desnudos y empapados detrás del ventanal del living. Mi
madre restriega el cuerpo contra el
vidrio y Lina la imita mirándola con fascinación. Gritan de alegría, pero no se
los escucha. Simón las imita a ambas con los cachetes del trasero. Alguien me
arranca la malla de la mano y escucho a Marga insultar al policía. El radio
hace ruido. Gritan a la central dos veces las palabras «adultos y menores», una
vez «secuestro», tres veces «desnudos», mientras mi exmujer golpea con los
puños el asiento trasero del conductor. Así que me digo a mí mismo «no abras la
boca», «no digas ni mu», porque veo a mi padre mirar hacia acá: su torso viejo
y dorado por el sol, totalmente en bolas. Sonríe triunfal y parece reconocerme.
Abraza a mi madre y a mis hijos, despacio, cálidamente, sin despegar a nadie
del vidrio.
*Samanta
Schweblin nació en Buenos Aires en 1978. Su primer libro, El núcleo
del disturbio, obtuvo en el 2002 los premios Fondo Nacional de las Artes y
Haroldo Conti. Desde entonces ha continuado publicando y recibiendo premios de
reconocimiento internacional. Becada por distintas instituciones, vivió en
México, Italia, China y Alemania; actualmente reside en Berlín, donde escribe y
dicta talleres literarios y seminarios de escritura creativa en español. El presente
cuento forma parte de Siete casas vacías, su último libro del género
que recibió en el 2015 el IV Premio de narrativa breve Rivera del Duero, de
España,
** Nota:
se modificaron algunas expresiones del original para uso en la escuela.