jueves, 27 de julio de 2017


Escritor se hace no se nace....

Chicos, recuerden que la primera semana de agosto empieza este hermoso taller de escritura creativa. ¿Qué ocurrirá? Se trata de un espacio en el que a partir de  la lectura de textos de ficción y de consignas disparadoras les propondremos ejercicios para escribir.  

La escritura no ocurre por arte de magia es algo que se ejercita haciéndolo. Asistir a un taller de escritura creativa cuando somos chicos nos ayuda a aumentar nuestras posibilidades expresivas (vocabulario, organización de las frases) pero sobre todo modela nuestra manera de estar en el mundo, expande los límites de nuestra subjetividad, nos enriquece como personas. Leer y escribir sirven para eso: aumentar nuestras maneras de interpretar el mundo.  

Al final editaremos un librito con las producciones escritas durante el taller. 

Hay dos días JUEVES O VIERNES para elegir. 
Para RESERVAR UN LUGAR, comunicarse a este mail  nadia_emaga@hotmail o llamar por teléfono al 4431-4631 

¡Los esperamos!


miércoles, 26 de julio de 2017

Proyecto "Más cuentos de terror para el ciclo I-SAT"

Chicos, comparto con ustedes un trabajo que hizo un grupo de estudiantes de 14 años para la materia Prácticas del lenguaje que consistió en la transformación de un cuento de terror a formato audiovisual. En este video observen que la  narración está siempre in off y que se acompaña por imágenes bajadas de la web alusivas a la historia.

Ustedes pueden tomar otras decisiones, por caso, filmarse a ustedes mismos narrando la historia.

ADVERTENCIA: si son impresionables vean el video con adultos pues hay imágenes feas.



jueves, 20 de julio de 2017

Avisos invernales

Chicos y chicas, entre el lunes 10 y el domingo 30 de julio, el CCK será sede de la 27° edición de la Feria del Libro Infantil y Juvenil. Habrá teatro, música, narraciones y talleres de ciencias.
La entrada a todas las actividades es gratuita y no se requiere reserva de lugares.
¡Vayan si pueden!

http://www.cck.gob.ar/eventos/27-feria-del-libro-infantil-y-juvenil_2015

lunes, 10 de julio de 2017

    Novedad!

    Chic@s, por si les interesa, a partir de agosto arrancamos con este taller de lectura y escritura para jóvenes con ideas y ganas de escribir, que ya escriben mucho o poco o nada o lo desean y buscan un espacio donde eso ocurra.  Consultas: nadia_emaga@hotmail//4431-4531

miércoles, 5 de julio de 2017

Cuentos escalofriantes

Adjunto  una selección que edité especialmente para ustedes con los cuentos que leeremos   y sobre los cuales realizarán su proyecto.  El librito completo estará a partir del jueves 6/7 en "El tintero"

Índice

Fiestita con animación…………………………………………..Ana María Shua
Fin de curso…………………………………………………………..Mariana Enriquez
El vestido de terciopelo…………………………………………..Silvina Ocampo

Mis padres  y mis hijos………………………………………….Samanta Schweblin

EL pozo ……………………………………………………………….Angélica Gorodisher
EL POZO

por Angélica Gorodisher*

Las cosas sucedieron más o menos así. Ese tipo venía caminando por la vereda del barrio. Era sábado temprano a la tarde y el sol le daba en la espalda. Se paró frente a la verja pintada de verde. Ay no, pensó, ay, no, por favor no otra vez no, ¿cuántos años tendrá? siete, ocho cuanto más, ay, no, no quiero.
La reja cerraba un jardín pequeño con algo de césped no muy bien cuidado, una planta de azalea, un jazmín del cabo y casi nada más, si no se consideran los restos de algunas alegrías del hogar y malvones, y la chiquita jugaba con un animalito de paño que tenía mucho pelo, nada de cola y mucho bigote. Le hablaba.
El tipo le habló a ella.

-Hola -le dijo.
Ella no le contestó.
-Hola -insistió él-, ¿cómo te llamás?
-Mi mamá me dijo que no hable con extraños.
-Por eso te pregunto cómo te llamás, para que no seamos extraños. Vos me decís cómo te llamás, yo te digo cómo me llamo.
.
-No te digo nada.
-Bueno, no me digas nada. ¿Tu mamá está?
-No, se fue al súper.
-Entonces estás con tu papá.

-No.
-O con la muchacha.
-¿Qué?
-La muchacha que trabaja en tu casa.
-No tenemos muchacha.
-¿Y con quién estás? ¿Con tu abuelita, con tu tía?
-No.
-¿Estás solita?
-Y, sí.
-Mirá, tengo un caramelo. Te lo doy para consolarte porque estás solita, ¿querés? Es de frutilla.
-Bueno.
-También tengo una muñeca. Es muy linda, con carita de porcelana y tiene zapatitos y una cofia.
-A verla.
-Acá, la tengo en el bolsillo del saco, ¿querés verla?
.
-Sí.
-Bueno, abrime la reja y te la muestro.
-Está abierta, no tiene llave, para no dejarme encerrada.
-Ah, qué bien.

El tipo empujó la reja y entró en el jardín.
-A ver la muñeca.
-Vení, ahora te la muestro, dame la mano y nos escondemos detrás de la planta así no nos ve nadie porque si te ve una vecina te va a tener envidia.
-Entonces vamos atrás.
-¿Atrás?
Cuidado, se dijo. No conocés el lugar, tené cuidado, no te vaya a pasar como con la hermanita de la Lucy.
-En el terreno de atrás van a hacer un edificio pero como hoy es sábado no hay nadie.
-¿Tenemos que entrar en la casa?
-Pero no, por acá, por el costado, vení y me mostrás la muñeca.
-Ah, hay árboles y todo.
-Los van a sacar. Mi mamá dice que son unos brutos.
-Tu mamá tiene razón. Siempre tiene razón, ¿no es cierto?
La mamá. ¿Por qué no viene la mamá? No, ahora no, que no venga.
-No sé. Dice que no tengo que agarrar caramelos si alguien me da. Y que todos los hombres son malos. Unos cerdos, dice.
-Bueno, no es para tanto. Hay gente mala y hay gente buena. ¿Acaso tu papá no es bueno?
-Mi papá no vive con nosotras. Mostrame la muñeca. ¿Tiene un vestido azul?
-¿Eh? Sí, azul. La verdad es que la dejé en casa pero
-Vos también sos malo. Me dijiste que tenías la muñeca en el bolsillo y no la tenés.
-Pero no, vas a ver qué bueno soy, vení, vamos atrás de ese árbol y te muestro algo más lindo que la muñeca.
-Bueno, cuidado, ahí hay un pozo. Dicen que fue de un jibe.
-Aljibe.
-Eso. Un jibe, y que es hondo hondo. Lo van a tapar con cemento y tierra y piedras, dijo don Leyes.
-¿Don Leyes?
-El capataz. Y que hay agua abajo. Y sapos. Y mi mamá dijo que ojalá lo tapen pronto porque debe haber ratas y jurciégalos.
-Murciélagos. Vení, vamos para allá.
-Cuidado, ahí está el pozo, ¿ves?
-Hmmmm. Sí. Tan hondo no parece.
-Sí que es hondo, hondo hasta el otro lado del mundo.
-Bueno, nena, bueno, vení, vamos.
-Mirá, mirá qué hondo.
-Sí, sí, está bien, ya veo, es muuuuy hondo.

El tipo se inclinó, miró hacia abajo, hacia lo hondo del pozo. El corazón del tipo galopaba allá en el fondo del pozo que era su cuerpo. La nena lo empujó: apoyó las dos manitos contra la cintura del tipo y empujó con todas sus fuerzas. El tipo cayó gritando y la nena se arrodilló en el borde del pozo y miró para abajo.

-¿Hay jurciégalos? -preguntó.
-¡Mocosa, sacame de aquí!

No, cómo lo iba a sacar de ahí. El tipo se dio cuenta de que la nena no iba a poder sacarlo de ahí. Miró para arriba: la cara de la nena se recortaba claramente muy claramente por sobre el borde, contra el cielo azul de la tarde de un sábado, un sábado solitario, sin nadie. Nadie salvo una nena chiquita, suave, blandita. Miró para arriba: seis metros fácil fácil, mucho más alto que el techo de una habitación, cómo iba a poder salir de ahí.

-¡Andá a buscar a alguien, andá, vamos!
La nena no se movió.
-Andá, escuchame nenita, andá a buscar a alguien, la vecina o el kiosquero de enfrente.
-Enfrente no hay un kiosco, en la otra cuadra hay un kiosco.
-Andá, andá nenita, andá y decile al kiosquero que hubo un accidente, que venga, que traiga una soga, no, una escalera, no, mejor una soga, andá.
-Bueno -dijo la nena-, pero ¿hay jurciégalos abajo?
-No, no hay. Andá, querida, andá a buscar al kiosquero, decile que una soga, que traiga una soga que hubo un accidente.

La cara de la nena desapareció y el tipo se quedó de veras solo: ni murciélagos había.
Se miró las manos, miró a su alrededor. Oscuro, estaba muy oscuro. Se dio cuenta de que estaba parado en el barro, un barro flojo aguachento y que los zapatos se le habían empapado y el agua le entraba y le enfriaba los pies,  ojalá esa mocosa vuelva pronto, el kiosquero, ¿le dirá al kiosquero lo de la soga? ¿y yo qué le digo al kiosquero cuando venga? Un accidente. ¿Cómo me caí, cómo estaba yo acá? Le digo que entré por la otra calle, a mear porque me estaba haciendo encima y vi que acá no había nadie y entré y pisé el borde y me caí, eso le digo y espero que la mocosa no cuente nada ni hable del caramelo ni de la muñeca, ay que se apure, qué está esperando, pendeja.

Miraba para arriba y hacía mal: se le cerró la garganta porque había pensado en esas paredes desnudas de piedra que podían caerle encima y sepultarlo vivo por qué no si eso era como un, un sótano, una celda, una tumba, la nena, esa nena maldita que se apure, no, vea oficial, lo que pasó fue que me estaba meando encima y vi que en el terreno no había nadie pero primero necesito una soga, alguien, alguien que tenga fuerza y que tire de la soga.
Pasaron dos horas y empezó a oscurecer allá afuera, allá arriba. Mientras tanto el tipo pasó las manos por sobre las paredes del pozo y descubrió que estaban hechas de piedra. Piedras irregulares, ásperas, que se le venían encima, pero que no ofrecían agujeros en los que poner los pies o sostenerse para tratar de subir. La nena, la mocosa de porquería que lo había empujado, adónde estaría que no había ido a buscar al kiosquero. Se estaba haciendo de noche.

Gritar, se le ocurrió. Voy a gritar, alguien me va a oír. Gritó y gritó, gritó socorro y auxilio y gritó cosas y llamó a la nena y nadie lo oyó. Era sábado, era una tarde de sábado. No, no puede ser, no pueden dejarme aquí hasta mañana, mañana que es domingo tampoco va a haber nadie, esa mocosa tiene que venir, tiene que decirle a alguien lo que hizo, si le cuenta a la madre por ejemplo, la madre seguro que va a venir a ver, pero ¿y si no le cree?, dejate de inventar pavadas m'hijita, ¿y si no le cree y comen y se van a acostar y yo aquí?
-¡Señoooooraaaaaa! -gritó.
-¡Señoora, auxiliooooo, aquíiiii, venga!

Y el cielo de noche era negro como el tipo nunca lo había visto, negro y lleno de estrellas, muchas, tantas, tantas estrellas, ay Dios mío que venga alguien, que esa mujer le crea a la nena, por favor Dios yo nunca nunca jamás voy a agarrar a otra nena nunca jamás ya no voy a lastimar a ninguna nena te prometo, no puedo estar aquí en este pozo hasta el lunes cuando vengan los albañiles no, pero no, me voy a morir morirse no es nada pero no aquí de este modo no, por favor Dios oíme hacé que venga alguien.
Y siguió gritando. Gritó durante mucho tiempo hasta que la garganta se le secó y empezó a tragar saliva para tratar de que se le humedeciera de nuevo para poder seguir gritando. Pero ya no podía y el cielo seguía siendo negro con muchas estrellas asiento de Dios le habían dicho pero Dios no, Dios tampoco lo oía. Estaba empapado, empapado de agua y barro y sudor y le dolía todo el cuerpo todo. Le dolía el vientre. Necesitaba ir al baño, un baño ¡un baño, qué disparate! Se rio a carcajadas. ¡Un baño! Estaba metido en un pozo seis metros de hondo y quería un baño bajarse los pantalones y echar afuera todo lo que tenía en las tripas créame oficial yo lo único que quería era  ir al baño y vi que no había nadie en el terreno. Tuvo un retorcijón y una arcada. Algo dentro de él se movía y trataba de salir. El asco, el miedo, eso, el agua barrosa, las paredes del pozo.
-¡Señooooraaaa! -y él sabía que ella no lo iba a oír.
Ni ella ni nadie. Ni la nena.

La nena apareció en el borde del pozo allá arriba.
-Al fin volviste -dijo el tipo-. ¿Le dijiste al kiosquero que trajera una soga?

La nena no se movió, no habló, no hizo nada contra el cielo negro negro lleno de estrellas. Cambió, eso sí, cambiaba. Las estrellas venían como cucharada de sopa venían y se derramaban sopa de estrellas sobre la cabecita redonda asomada al borde del pozo. Blanca era de pronto, o plateada, eso, y llena de luz como el cielo. Ah los ángeles, eran los ángeles, él sabía que Dios lo iba a oír, que venían a rescatarlo.
-¡No importa! -gritó-. ¡No hace falta una soga! ¡Ya vienen! -gritó-. ¡Sáquenme de aquí! ¡Señoooooraaaa, señooooraaaaaaa!

Sollozó. Sintió algo doloroso y caliente en los fondillos de los pantalones y se puso a llorar. Lloraba y gritaba. Lo peor no era sentir que se moría, lo peor era tener esperanzas de no morirse. No saber qué ni cómo hacer para no morirse.
-Señora -dijo, ya no gritaba-, señora venga y sáqueme de aquí, yo no le voy a hacer nada a su nena, nada, pero sáqueme de aquí dígale a Dios que venga que me mande a sus ángeles para que me levanten no hay murciélagos que no tengan miedo no hay, señora, venga.

Después hubo silencio y el domingo fue como todos los domingos. La nena y su mamá fueron a lo de la abuela Emilia y volvieron tardísimo pero la mamá no se preocupó porque el lunes era feriado y la nena no tenía que ir al jardín, de modo que durmieron hasta bastante tarde. Hizo frío, eso sí, un frío inesperado para esa época del año y llovió un poco hacia la tarde.

-Señora -dijo Don Leyes-, ¿me permite el teléfono?
Ya otras veces se lo había pedido y ella lo había hecho entrar a la cocina. Era un buen hombre Don Leyes, grandote, moreno, con una sonrisa agradable, muy bien educado. Hasta le había pedido disculpas por el ruido que a veces hacían con la excavadora o las sierras.
-Pero sí, Don Leyes, pase. ¿Quiere un café? Acabo de prepararlo.
-Gracias, señora, pero estuvimos tomando mate con el ingeniero, ¿vio?, y ahora tengo que hablar a la empresa a ver qué hacemos, hay algo en el fondo del pozo, parece que es un animal grande, un perro digo yo.
-Ay, qué trastorno.
-Sí, no se mueve, debe estar muerto pero hay que sacarlo, pensábamos empezar hoy a la tarde con el rellenado.
-Bueno, usted hable tranquilo, yo ya llevé a la nena al colegio y ahora me voy al estudio pero a mediodía vuelvo.
-Gracias, señora, y disculpe la molestia, ¿eh?
Buen hombre Don Leyes. Ojalá pudieran sacar el perro del pozo. Claro que si empieza a llover de nuevo va a ser un problema.
Ese pozo siempre fue un peligro.
Siempre.







*Angélica Gorodischer nació en 1928.  Es una escritora argentina, considerada una de las tres voces femeninas más importantes dentro de la ciencia ficción en Iberoamérica, junto con la española Elia Barceló y la cubana Daína Chaviano.
**Nota: El título original es “Absit”. Se modificaron algunas expresiones del original para uso en la escuela






MIS PADRES Y MIS HIJOS
*Samanta Schweblin

–¿Dónde está la ropa de tus padres? –pregunta Marga.
Cruza los brazos y espera mi respuesta. Sabe que no lo sé, y que necesito que ella haga una nueva pregunta. Del otro lado del ventanal, mis padres corren desnudos por el jardín trasero.
–Van a ser las seis, Javier –me dice Marga–. ¿Qué va a pasar cuando llegue Charly con los chicos del súper y vean a sus abuelos corriéndose uno al otro?
–¿Quién es Charly? –pregunto.
Creo que sé quién es Charly, es el gran-hombre-nuevo de mi exmujer, pero me gustaría que en algún momento ella me lo explicara.
–Se van a morir de vergüenza de sus abuelos, eso va a pasar.

–Están enfermos, Marga.
Suspira. Yo cuento ovejas para no amargarme, para tener paciencia, para darle a Marga el tiempo que necesita. Digo:
–Querías que los chicos vieran a sus abuelos. Querías que trajera a mis padres hasta acá, porque acá, a trescientos kilómetros de mi casa, se te ocurrió que sería bueno pasar las vacaciones.
–Dijiste que estaban mejor.
Detrás de Marga mi padre riega a mi madre con la manguera. Cuando le riega los pechos, mi madre se sostiene los pechos. Cuando le riega el trasero, mi madre se sostiene el trasero.
–Sabés cómo se ponen si los sacás de su ambiente –digo–, y el aire libre…
¿Es mi madre la que sostiene lo que mi padre riega o es mi padre el que riega lo que mi madre se sostiene?
–Ajá. Así que para invitarte a pasar unos días con tus hijos, a los que, además, hace tres meses que no ves, tengo que prever el nivel de “chifladura” de tus padres.
Mi madre alza al caniche de Marga y lo sostiene arriba de su cabeza, girando sobre sí misma. Yo intento no quitar la vista de Marga para que de ninguna forma se vuelva hacia ellos.
–Quiero dejar toda esta locura atrás, Javier.
«Esta locura», pienso.
–Si eso implica que veas menos a los chicos… No puedo seguir exponiéndolos.
–Solo están desnudos, Marga.
Va hacia adelante, la sigo. Detrás de mí, el caniche continúa girando en el aire. Antes de abrir Marga se arregla el pelo frente a los vidrios de la puerta, se acomoda el vestido. Charly es alto, fuerte y tosco. Parece el tipo del noticiero de las doce después de hincharse el cuerpo de ejercicios. Mi hija de cuatro y mi hijo de seis cuelgan de sus brazos como dos flotadores infantiles. Charly los ayuda a caer con delicadeza, acercando a la tierra su inmenso torso de gorila y quedando libre para darle un beso a Marga. Después viene hacia mí y por un momento temo que no sea amable. Pero me da la mano, y sonríe.
–Javier, te presento a Charly –dice Marga.
Siento a los chicos golpear contra mis piernas y abrazarme. Sostengo con fuerza la mano de Charly que me sacude el cuerpo. Los chicos se sueltan y salen corriendo.
–¿Qué te parece la casa, Javi? –dice Charly, levantando su vista detrás de mí, como si hubieran alquilado un verdadero castillo.
«Javi –pienso–. Esta locura», pienso.
El caniche aparece llorando por lo bajo con la cola entre las patas. Marga lo alza y, mientras el perro la lame, ella frunce la nariz y le dice: «michiquititingo-michiquititingo». Charly la mira con la cabeza inclinada, quizá solo intenta entender. Entonces ella se vuelve en seco hacia él, alarmada, y dice:
–¿Dónde están los chicos?
–Estarán detrás –dice Charly–, en el jardín.
–Es que no quiero que vean así a sus abuelos.
Los tres giramos a un lado y al otro, pero no los vemos.
–Ves, Javier, esto es justamente el tipo de cosas que quiero evitar –dice Marga alejándose unos pasos–, ¡chicos!
Va hacia el jardín de atrás bordeando la casa. Charly y yo la seguimos.
–¿Qué tal la ruta? –pregunta Charly.
Hace el gesto de girar el volante con una mano, simula pasar un cambio y acelerar con la otra. Hay estupidez y excitación en cada uno de sus movimientos.
–No manejo.
Se agacha para levantar algunos juguetes que hay en el camino y los deja a un lado, ahora tiene el ceño fruncido. Temo llegar al jardín y encontrar juntos a mis hijos y mis padres. No, lo que temo es que sea Marga quien los encuentre juntos, y la gran escena recriminatoria que se avecina. Pero Marga está sola en el medio del jardín, esperándonos con los puños en la cintura. Entramos a la casa siguiéndola. Somos sus más humildes seguidores y eso es tener algo en común con Charly, algún tipo de relación. ¿Realmente habrá disfrutado de la ruta en su viaje?
–¡Chicos! –grita Marga en las escaleras, está furiosa pero se contiene, tal vez porque Charly todavía no la conoce bien. Vuelve y se sienta en una banqueta de la cocina–. Necesitamos tomar algo, ¿no?
Charly saca un refresco de la heladera y lo sirve en tres vasos. Marga toma un par de tragos y se queda un momento mirando el jardín.
–Esto está muy mal. –Se pone otra vez de pie–. Esto está muy mal. Es que podrían estar haciendo cualquier cosa. –Y ahora sí me mira a mí.
–Busquemos otra vez –digo, pero para entonces ella ya está saliendo al jardín trasero.
Regresa unos segundos después.
–No están –dice–, dios mío, Javier, no están.
–Sí que están Marga, tienen que estar en algún lugar.
Charly sale por la puerta principal, cruza el jardín delantero y sigue las huellas de los coches que llevan hasta el camino. Marga sube las escaleras y los llama desde la planta alta. Salgo y rodeo la casa. Paso los garajes abiertos, llenos de juguetes, baldes y palas de plástico. Entre las ramas de dos árboles veo que el delfín inflable de los chicos cuelga ahorcado de una de las ramas. La soga está hecha con la ropa de jogging de mis padres. Marga se asoma desde una de las ventanas y cruzamos miradas un segundo. ¿Ella buscará también a mis padres o solo buscará a los chicos? Entro a la casa por la puerta de la cocina. Charly está entrando en ese momento por la principal y me dice desde el living:
–Delante no están.
Su cara ya no es amable. Ahora tiene dos líneas entre las cejas y sobreactúa sus movimientos como si Marga estuviera controlándolo: pasa rápidamente de la quietud a la acción, se agacha bajo la mesa, se asoma detrás del vajillero, espía tras la escalera, como si solo pudiera encontrar a los chicos tomándolos por sorpresa. Me veo obligado a seguir sus pasos y no puedo concentrarme en mi propia búsqueda.
–No están afuera –dice Marga–, ¿habrán vuelto al coche? En el coche, Charly, en el coche.
Espero pero no hay ninguna instrucción para mí. Charly vuelve a salir y Marga sube otra vez a los cuartos. La sigo, ella va al que aparentemente ocupa Simón, así que yo busco en el de Lina. Cambiamos de cuartos y volvemos a buscar. Cuando estoy mirando bajo la cama de Simón, la escucho putear.
Buscamos juntos en el baño, en el altillo y en el dormitorio matrimonial. Marga abre los placares, corre algunas prendas que cuelgan de las perchas. Hay pocas cosas y todo está muy ordenado. Es una casa de verano, me digo, pero después pienso en la verdadera casa de mi mujer y mis hijos, la casa que antes también era mi casa, y me doy cuenta de que siempre fue así en esta familia, que todo fue poco y ordenado, que nunca sirvió de nada correr las perchas para encontrar algo más. Escuchamos a Charly entrar otra vez a la casa, nos cruzamos en el living.
–No están en el coche –le dice a mi mujer.
–Esto es culpa de tus viejos –dice Marga.
Me empuja hacia atrás golpeándome un hombro.
–Es tu culpa. ¿Dónde carajo están mis hijos? –grita y sale corriendo de nuevo al jardín.
Los llama a un lado y otro de la casa.
–¿Qué hay detrás de los arbustos? –le pregunto a Charly.
Me mira y mira otra vez a mi mujer, que sigue gritando.
–¡Simón! ¡Lina!
–¿Hay vecinos del otro lado de los arbustos? –pregunto.
–Creo que no. No sé. Hay quintas. Lotes. Las casas son muy grandes.
Puede que tenga razón en dudar, pero me parece el hombre más estúpido que vi en mi vida. Marga regresa.
–Voy adelante –dice, y nos separa para pasar por el medio–. ¡Simón!
–¡Papá! –grito yo caminando detrás de Marga–. ¡Mamá!
Marga va unos metros delante de mí cuando se detiene y levanta algo del piso. Es algo azul, y lo sostiene de una punta, como si se tratara de un animal muerto. Es el buzo de Lina. Se vuelve para mirarme. Va a decirme algo, va a putearme otra vez de arriba abajo pero ve que más allá hay otra prenda y va hacia ella. Siento a mis espaldas la sombra descomunal de Charly. Marga levanta la remera fucsia de Lina, y más allá una de sus zapatillas, y más allá la camiseta de Simón.
Hay más en el camino, pero Marga se detiene en seco y se vuelve hacia nosotros.
–Llamá a la policía, Charly. Llamá a la policía ahora.
–Bichi, no es para tanto… –dice Charly.
«Bichi», pienso.
–Llamá a la policía, Charly.
Charly se da media vuelta y camina apurado hacia la casa. Marga junta más ropa. La sigo. Levanta una prenda más y se para frente a la última. Es el shortcito de malla de Simón. Es amarillo y está un poco enroscado. Marga no hace nada. Quizá no puede agacharse por esa prenda, quizá no tenga las fuerzas suficientes. Está de espaldas y su cuerpo parece empezar a temblar. Me acerco despacio, intentando no sobresaltarla. Es una malla muy chiquita. Podría entrar en mis manos, cuatro dedos en un agujero, el dedo gordo en el otro.
–En un minuto están acá –dice Charly viniendo desde la casa–, mandan al patrullero de la rotonda.
–A vos y a tu familia los voy a… –dice Marga viniendo hacia mí.
–Marga…
Levanto la malla y entonces Marga me salta encima. Trato de sostenerme pero pierdo el equilibrio. Me cubro la cara de sus cachetazos. Charly ya está acá e intenta separarnos. El patrullero para en la puerta y hace sonar una vez la sirena. Dos policías bajan rápido y se apuran para ayudar a Charly.
–No están mis hijos –dice Marga–, no están mis hijos –y señala la malla que cuelga de mi mano.
–¿Quién es este hombre? –dice el policía–. ¿Usted es el marido? –le preguntan a Charly.
Intentamos explicarnos. Contra mi primera impresión ni Marga ni Charly parecen culparme. Solo reclaman por los chicos.
–Mis hijos están perdidos con dos locos –dice Marga.
Pero los policías solo quieren saber por qué estábamos peleando. El pecho de Charly empieza a hincharse y por un momento temo que se tire sobre los policías. Dejo caer resignadamente las manos, como hizo Marga conmigo hace un rato, y solo logro que los ojos del segundo policía sigan con alarma la oscilación de la malla.
–¿Qué mira? –dice Charly.
–¿Qué? –dice el policía.
–Que está mirando esa malla desde que se bajó del coche, ¿quiere avisar de una vez a alguien que hay dos chicos desaparecidos?
–Mis hijos –insiste Marga. Se planta frente a uno de los policías y lo repite muchas veces, quiere que la policía se concentre en lo importante–, mis hijos, mis hijos, mis hijos.
–¿Cuándo los vieron por última vez? –dice al fin el otro.
–No están en la casa –dice Marga– se los llevaron.
–¿Quién se los llevó, señora?
Niego e intento intervenir, pero se me adelantan.
–¿Está hablando de un secuestro?
–Podrían estar con los abuelos –digo.
–Están con dos viejos desnudos –dice Marga.
–¿Y de quién es esta ropa, señora?
–De mis hijos.
–¿Me está diciendo que hay chicos y adultos desnudos y juntos?
–Por favor –dice la voz ya quebrada de Marga.
Por primera vez me pregunto qué tan peligroso es que tus hijos anden desnudos con tus padres.
–Pueden estar escondidos –digo–, no hay que descartarlo todavía.
–¿Y usted quién es? –dice el policía mientras el otro ya está llamando por radio a la central.
–Soy su marido –digo.
Así que el policía mira ahora a Charly. Marga vuelve a enfrentarlo, temo que para negarle lo que acabo de decir, pero dice:
–Por favor: mis hijos, mis hijos.
El primer policía deja el radio y se acerca:
–Los padres al coche, el señor –señalando a Charly– se queda por si los chicos vuelven a la casa.
Nos quedamos mirándolo.
–Al coche, vamos, hay que moverse rápido.
–De ninguna manera –dice Marga.
–Señora por favor, hay que asegurarse de que no estén yendo hacia la ruta.
Charly empuja a Marga hacia el patrullero y yo la sigo. Subimos y cierro mi puerta con el coche ya en marcha. Charly está de pie, mirándonos, y yo me pregunto si esos trescientos kilómetros de excitante conducción los habrá hecho con mis hijos sentados atrás. El patrullero retrocede un poco de culata y salimos del terreno hacia la ruta, a toda velocidad. En ese momento me vuelvo hacia la casa. Los veo, ahí están los cuatro: a espaldas de Charly, más allá del jardín delantero, mis padres y mis hijos, desnudos y empapados detrás del ventanal del living. Mi madre restriega  el cuerpo contra el vidrio y Lina la imita mirándola con fascinación. Gritan de alegría, pero no se los escucha. Simón las imita a ambas con los cachetes del trasero. Alguien me arranca la malla de la mano y escucho a Marga insultar al policía. El radio hace ruido. Gritan a la central dos veces las palabras «adultos y menores», una vez «secuestro», tres veces «desnudos», mientras mi exmujer golpea con los puños el asiento trasero del conductor. Así que me digo a mí mismo «no abras la boca», «no digas ni mu», porque veo a mi padre mirar hacia acá: su torso viejo y dorado por el sol, totalmente en bolas. Sonríe triunfal y parece reconocerme. Abraza a mi madre y a mis hijos, despacio, cálidamente, sin despegar a nadie del vidrio.







*Samanta Schweblin nació en Buenos Aires en 1978. Su primer libro, El núcleo del disturbio, obtuvo en el 2002 los premios Fondo Nacional de las Artes y Haroldo Conti. Desde entonces ha continuado publicando y recibiendo premios de reconocimiento internacional. Becada por distintas instituciones, vivió en México, Italia, China y Alemania; actualmente reside en Berlín, donde escribe y dicta talleres literarios y seminarios de escritura creativa en español. El presente cuento forma parte de Siete casas vacías, su último libro del género que recibió en el 2015 el IV Premio de narrativa breve Rivera del Duero, de España,
** Nota: se modificaron algunas expresiones del original para uso en la escuela.