Empezamos con la Antología "Relatos de iniciación"....
Primer invitado:
Final del juego
Con Leticia y Holanda íbamos a jugar a las vías del Central
Argentino los días de calor, esperando que mamá y tía Ruth empezaran su siesta
para escaparnos por la puerta blanca. Mamá y tía Ruth estaban siempre cansadas
después de lavar la loza, sobre todo cuando Holanda y yo secábamos los platos
porque entonces había discusiones, cucharitas por el suelo, frases que sólo
nosotras entendíamos, y en general un ambiente en donde el olor a grasa, los
maullidos de José y la oscuridad de la cocina acababan en una violentísima
pelea y el consiguiente desparramo. Holanda se especializaba en armar esta
clase de líos, por ejemplo dejando caer un vaso ya lavado en el tacho del agua
sucia, o recordando como al pasar que en la casa de las de Loza había dos
sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas, prefería insinuarle a
tía Ruth que se le iban a paspar las manos si seguía fregando cacerolas en vez
de dedicarse a las copas o los platos, que era precisamente lo que le gustaba
lavar a mamá , con lo cual las enfrentaba sordamente en una lucha de ventajeo
por la cosa fácil. El recurso heroico, si los consejos y las largas
recordaciones familiares empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en
el lomo del gato. Es una gran mentira eso del gato escaldado, salvo que haya
que tomar al pie de la letra la referencia al agua fría; porque de la caliente
José no se alejaba nunca, y hasta parecía ofrecerse, pobre animalito, a que le
volcáramos media taza de agua a cien grados o poco menos, bastante menos
probablemente porque nunca se le caía el pelo. La cosa es que ardía Troya, y en
la confusión coronada por el espléndido si bemol de tía Ruth y la carrera de
mamá en busca del bastón de los castigos, Holanda y yo nos perdíamos en la
galería cubierta, hacia las piezas vacías del fondo donde Leticia nos esperaba
leyendo a Ponson du Terrail, lectura inexplicable.
Por lo regular mamá nos perseguía un buen trecho, pero las
ganas de rompernos la cabeza se le pasaban con gran rapidez y al final
(habíamos trancado la puerta y le pedíamos perdón con emocionantes partes
teatrales) se cansaba y se iba, repitiendo la misma frase:
-Acabarán en la calle, estas mal nacidas.
Donde acabábamos era en las vías del Central Argentino,
cuando la casa quedaba en silencio y veíamos al gato tenderse bajo el limonero
para hacer él también su siesta perfumada y zumbante de avispas. Abríamos
despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una
libertad que nos tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia adelante.
Entonces corríamos buscando impulso para trepar de un envión al breve talud del
ferrocarril, encaramadas sobre el mundo contemplábamos silenciosas nuestro
reino.
Nuestro reino era así: una gran curva de las vías acababa su
comba justo frente a los fondos de nuestra casa. No había más que el balasto,
los durmientes y la doble vía; pasto ralo y estúpido entre los pedazos de
adoquín donde la mica, el cuarzo y el feldespato Ä que son los componentes del
granito Ä brillaban como diamantes legítimos contra el sol de las dos de la
tarde. Cuando nos agachábamos a tocar las vías (sin perder tiempo porque
hubiera sido peligroso quedarse mucho ahí, no tanto por los trenes como por los
de casa si nos llegaban a ver) nos subía a la cara el fuego de las piedras, y
al pararnos contra el viento del río era un calor mojado pegándose a las
mejillas y las orejas. Nos gustaba flexionar las piernas y bajar, subir, bajar
otra vez, entrando en una y otra zona de calor, estudiándonos las caras para
apreciar la transpiración, con lo cual al rato éramos una sopa. Y siempre
calladas, mirando al fondo de las vías, o el río al otro lado, el pedacito de
río color café con leche.
Después de esta primera inspección del reino bajábamos el
talud y nos metíamos en la mala sombra de los sauces pegados a la tapia de
nuestra casa, donde se abría la puerta blanca. Ahí estaba la capital del reino,
la ciudad silvestre y la central de nuestro juego. La primera en iniciar el
juego era Leticia, la más feliz de las tres y la más privilegiada. Leticia no
tenía que secar los platos ni hacer las camas, podía pasarse el día leyendo o
pegando figuritas, y de noche la dejaban quedarse hasta más tarde si lo pedía,
aparte de la pieza solamente para ella, el caldo de hueso y toda clase de ventajas.
Poco a poco se había ido aprovechando de los privilegios, y desde el verano
anterior dirigía el juego, yo creo que en realidad dirigía el reino; por lo
menos se adelantaba a decir las cosas y Holanda y yo aceptábamos sin protestar,
casi contentas. Es probable que las largas conferencias de mamá sobre cómo
debíamos portarnos con Leticia hubieran hecho su efecto, o simplemente que la
queríamos bastante y no nos molestaba que fuese la jefa. Lástima que no tenía
aspecto para jefa, era la más baja de las tres, y tan flaca. Holanda era flaca,
y yo nunca pesé más de cincuenta kilos, pero Leticia era la más flaca de las
tres, y para peor una de esas flacuras que se ven de fuera, en el pescuezo y
las orejas. Tal vez el endurecimiento de la espalda la hacía parecer más flaca,
como casi no podía mover la cabeza a los lados daba la impresión de una tabla
de planchar parada, de esas forradas de género blanco como había en la casa de
las de Loza. Una tabla de planchar con la parte más ancha para arriba, parada
contra la pared. Y nos dirigía.
La satisfacción más profunda era imaginarme que mamá o tía
Ruth se enteraran un día del juego. Si llegaban a enterarse del juego se iba a
armar una meresunda increíble. El si bemol y los desmayos, las inmensas
protestas de devoción y sacrificio malamente recompensados, el amontonamiento
de invocaciones a los castigos más célebres, para rematar con el anuncio de
nuestros destinos, que consistían en que las tres terminaríamos en la calle.
Esto último siempre nos había dejado perplejas, porque terminar en la calle nos
parecía bastante normal.
Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos piedritas escondidas
en la mano, contar hasta veintiuno, cualquier sistema. Si usábamos el de contar
hasta veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más y las incluíamos en la
cuenta para evitar trampas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacábamos del
grupo y sorteábamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces
Holanda y yo levantábamos la piedra y abríamos la caja de los ornamentos.
Suponiendo que Holanda hubiese ganado, Leticia y yo escogíamos los ornamentos.
El juego marcaba dos formas: estatuas y actitudes. Las actitudes no requerían
ornamentos pero sí mucha expresividad, para la envidia mostrar los dientes,
crispar las manos y arreglárselas de modo de tener un aire amarillo. Para la
caridad el ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo,
mientras las manos ofrecían algo -un trapo, una pelota, una rama de sauce- a un
pobre huerfanito invisible. La vergüenza y el miedo eran fáciles de hacer; el
rencor y los celos exigían estudios más detenidos. Los ornamentos se destinaban
casi todos a las estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para que una
estatua resultara, había que pensar bien cada detalle de la indumentaria. El
juego marcaba que la elegida no podía tomar parte en la selección; las dos
restantes debatían el asunto y aplicaban luego los ornamentos. La elegida debía
inventar su estatua aprovechando lo que le habían puesto, y el juego era así
mucho m s complicado y excitante porque a veces había alianzas contra, y la
víctima se veía ataviada con ornamentos que no le iban para nada; de su viveza
dependía entonces que inventara una buena estatua. Por lo general cuando el
juego marcaba actitudes la elegida salía bien parada pero hubo veces en que las
estatuas fueron fracasos horribles.
Lo que cuento empezó vaya a saber cuándo, pero las cosas
cambiaron el día en que el primer papelito cayó del tren. Por supuesto que las
actitudes y las estatuas no eran para nosotras mismas, porque nos hubiéramos
cansado en seguida. El juego marcaba que la elegida debía colocarse al pie del
talud, saliendo de la sombra de los sauces, y esperar el tren de las dos y ocho
que venía del Tigre. A esa altura de Palermo los trenes pasan bastante rápido,
y no nos daba vergüenza hacer la estatua o la actitud. Casi no veíamos a la
gente de las ventanillas, pero con el tiempo llegamos a tener práctica y
sabíamos que algunos pasajeros esperaban vernos. Un señor de pelo blanco y
anteojos de carey sacaba la cabeza por la ventanilla y saludaba a la estatua o
la actitud con el pañuelo. Los chicos que volvían del colegio sentados en los
estribos gritaban cosas al pasar, pero algunos se quedaban serios mirándonos.
En realidad la estatua o la actitud no veía nada, por el esfuerzo de mantenerse
inmóvil, pero las otras dos bajo los sauces analizaban con gran detalle el buen
éxito o la indiferencia producidos. Fue un martes cuando cayó el papelito, al
pasar el segundo coche. Cayó muy cerca de Holanda, que ese día era la
maledicencia, y reboto hasta mí. era un papelito muy doblado y sujeto a una
tuerca. Con letra de varón y bastante mala, decía: "Muy lindas estatuas.
Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche, Ariel B." Nos pareció un
poco seco, con todo ese trabajo de atarle la tuerca y tirarlo, pero nos
encantó. Sorteamos para saber quién se lo quedaría, y me lo gané.. Al otro día
ninguna quería jugar para poder ver cómo era Ariel B., pero temimos que
interpretara mal nuestra interrupción, de manera que sorteamos y ganó Leticia.
Nos alegramos mucho con Holanda porque Leticia era muy buena como estatua,
pobre criatura. La parálisis no se notaba estando quieta, y ella era capaz de
gestos de una enorme nobleza. Como actitudes elegía siempre la generosidad, el
sacrificio y el renunciamiento. Como estatuas buscaba el estilo de Venus de la
sala que tía Ruth llamaba la Venus del Nilo. Por eso le elegimos ornamentos
especiales para que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos un pedazo
de terciopelo verde a manera de túnica, y una corona de sauce en el pelo. Como
andábamos de manga corta, el efecto griego era grande. Leticia se ensayó un
rato a la sombra, y decidimos que nosotras nos asomaríamos también y
saludaríamos a Ariel con discreción pero muy amables. Leticia estuvo magnífica,
no se le movía ni un dedo cuando llegó el tren Como no podía girar la cabeza la
echaba para atrás, juntando los brazos al cuerpo casi como si le faltaran;
aparte el verde de la túnica, era como mirar la Venus del Nilo. En la tercera
ventanilla vimos a un muchacho de rulos rubios y ojos claros que nos hizo una
gran sonrisa al descubrir que Holanda y yo lo saludábamos. El tren se lo llevó
en un segundo, pero eran las cuatro y media y todavía discutíamos si vestía de
oscuro, si llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice
la actitud del desaliento, y recibimos otro papelito que decía: "Las tres
me gustan mucho. Ariel." Ahora él sacaba la cabeza y un brazo por la
ventanilla y nos saludaba riendo. Le calculamos dieciocho años (seguras que no
tenía más de dieciséis) y convinimos en que volvía diariamente de algún colegio
inglés. Lo más seguro de todo era el colegio inglés, no aceptábamos un
incorporado cualquiera. Se vería que Ariel era muy bien.
Pasó que Holanda tuvo la suerte increíble de ganar tres días seguidos.
Superándose, hizo las actitudes del desengaño y el latrocinio, y una estatua
dificilísima de bailarina, sosteniéndose en un pie desde que el tren entró en
la curva. Al otro día gané yo, y después de nuevo; cuando estaba haciendo la
actitud del horror, recibí casi en la nariz un papelito de Ariel que al
principio no entendimos: "La más linda es la más haragana." Leticia
fue la última en darse cuenta, la vimos que se ponía colorada y se iba a un
lado, y Holanda y yo nos miramos con un poco de rabia. Lo primero que se nos
ocurrió sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero no podíamos decirle eso a
Leticia, pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella no
dijo nada, pero pareció entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese
día volvimos bastante calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la
mesa Leticia estuvo muy alegre, le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos
veces a tía Ruth como poniéndola de testigo de su propia alegría. En aquellos
días estaban ensayando un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y por lo
visto era una maravilla lo bien que le sentaba.
Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos del asunto. No nos molestaba el
papelito de Ariel, desde un tren andando las cosas se ven como se ven, pero nos
parecía que Leticia se estaba aprovechando demasiado de su ventaja sobre
nosotras. Sabía que no le íbamos a decir nada, y que en una casa donde hay
alguien con algún defecto físico y mucho orgullo, todos juegan a ignorarlo
empezando por el enfermo, o más bien se hacen los que no saben que el otro
sabe. Pero tampoco había que exagerar y la forma en que Leticia se había
portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era demasiado. Esa noche
yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve de madrugada por enormes
playas ferroviarias cubiertas de vías llenas de empalmes, viendo a distancia
las luces rojas de locomotoras que venían, calculando con angustia si el tren
pasaría a mi izquierda, y a la vez amenazada por la posible llegada de un
rápido a mi espalda o -lo que era peor- que a último momento Uno de los trenes
tomara uno de los desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana me olvidé
porque Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a vestirse. Nos
pareció que estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy buenas con
ella, diciéndole que esto le pasaba por andar demasiado, y que tal vez lo mejor
sería que se quedara leyendo en su cuarto. Ella no dijo nada pero vino a
almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya estaba muy bien y
que casi no le dolía la espalda. Se lo decía y nos miraba.
Esa tarde gané yo, pero en ese momento me vino un no sé qué
y le dije a Leticia que le dejaba mi lugar, claro que sin darle a entender por
qué. Ya que el otro la prefería, que la mirara hasta cansarse. Como el juego
marcaba estatua, le elegimos cosas sencillas para no complicarle la vida, y
ella inventó una especie de princesa china, con aire vergonzoso, mirando al
suelo y juntando las manos como hacen las princesas chinas. Cuando pasó el
tren, Holanda se puso de espaldas bajo los sauces pero yo miré y vi que Ariel
no tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando hasta que el tren se
perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y o sabía que él acababa de
mirarla así. Pero cuando vino a descansar bajo los sauces vimos que sí sabía, y
que le hubiera gustado seguir con los ornamentos toda la tarde, toda la noche.
El miércoles sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia nos
dijo que era justo que ella se saliera. Ganó Holanda con su suerte maldita,
pero la carta de Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve el impulso de
dársela a Leticia que no decía nada, pero pensé que tampoco era cosa de
complacerle todos los gustos, y la abrí despacio. Ariel anunciaba que al otro
día iba a bajarse en la estación vecina y que vendría por el terraplén para
charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero la frase final era
hermosa: "Saludo a las tres estatuas muy atentamente. " La firma
parecía un garabato aunque se notaba la personalidad.
Mientras le quitábamos los ornamentos a Holanda, Leticia me
miró una o dos veces. Yo les había leído el mensaje y nadie hizo comentarios,
lo que resultaba molesto porque al fin y al cabo Ariel iba a venir y había que
pensar en esa novedad y decidir algo. Si en casa se enteraban, o por desgracia
a alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con lo envidiosas que eran esas
enanas, seguro que se iba a armar la meresunda. Además que era muy raro
quedarnos calladas con una cosa así, sin mirarnos casi mientras guardábamos los
ornamentos y volvíamos por la puerta blanca.
Tía Ruth nos pidió a Holanda y a mí que bañáramos a José, se
llevó a Leticia para hacerle el tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos
tranquilas. Nos parecía maravilloso que viniera Ariel, nunca habíamos tenido un
amigo así, a nuestro primo Tito no lo contábamos, un tilingo que juntaba
figuritas y creía en la primera comunión. Estábamos nerviosísimas con la expectativa
y José pagó el pato, pobre ángel. Holanda fue más valiente y sacó el tema de
Leticia. Yo no sabía que pensar, de un lado me parecía horrible que Ariel se
enterara, pero también era justo que las cosas se aclararan porque nadie tiene
por qué‚ perjudicarse a causa de otro. Lo que yo hubiera querido es que Leticia
no sufriera, bastante cruz tenía encima y ahora con el nuevo tratamiento y
tantas cosas.
A la noche mamá se extrañó de vernos tan calladas y dijo qué
milagro, si nos habían comido la lengua los ratones, después miró a tía Ruth y
las dos pensaron seguro que habíamos hecho alguna gorda y que nos remordía la
conciencia. Leticia comió muy poco y dijo que estaba dolorida, que la dejaran
ir a su cuarto a leer Rocambole. Holanda le dio el brazo aunque ella no quería
mucho, y yo me puse a tejer, que es una cosa que me viene cuando estoy
nerviosa. Dos veces pensé‚ ir al cuarto de Leticia, no me explicaba qué hacían
esas dos ahí solas, pero Holanda volvió con aire de gran importancia y se quedó
a mi lado sin hablar hasta que mamá y tía Ruth levantaron la mesa. "Ella
no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si él pregunta mucho, se la
demos." Entornando el bolsillo de la blusa me hizo ver un sobre violeta.
Después nos llamaron para secar los platos, y esa noche nos dormimos casi en
seguida por todas las emociones y el cansancio de bañar a José.
Al otro día me tocó a mi salir de compras al mercado y en
toda la mañana no vi a Leticia que seguía en su cuarto. Antes que llamaran a la
mesa entré un momento y la encontré al lado de la ventana, con muchas almohadas
y el tomo noveno de Rocambole. Se veía que estaba mal, pero se puso a reír y me
contó de una abeja que no encontraba la salida y de un sueño cómico que había
tenido. Yo le dije que era una lástima que no fuera a venir a los sauces, pero
me parecía tan difícil decírselo bien. "Si querés podemos explicarle a
Ariel que estabas descompuesta", le propuse, pero ella decía que no y se
quedaba callada. Yo insistí un poco en que viniera, y al final me animé y le
dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero cariño no
conoce barreras y otras ideas preciosas que habíamos aprendido en El Tesoro de
la Juventud, pero era cada vez más difícil decirle nada porque ella miraba la ventana
y parecía como si fuera a ponerse a llorar. Al final me fui diciendo que mamá
me precisaba. El almuerzo duró días, y Holanda se ganó un sopapo de tía Ruth
por salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo secamos los platos, de
repente Estábamos en los sauces y las dos nos abrazábamos llenas de felicidad y
nada celosas una de otra. Holanda me explicó todo lo que teníamos que decir
sobre nuestros estudios para que Ariel se llevara una buena impresión, porque
los del secundario desprecian a las chicas que no han hecho más que la primaria
y solamente estudian corte y repujado al aceite. Cuando pasó el tren de las dos
y ocho Ariel sacó los brazos con entusiasmo, y con nuestros pañuelos estampados
le hicimos señas de bienvenida. Unos veinte minutos después lo llegar por el
terraplén, y era más alto de lo que pensábamos y todo de gris.
Bien no me acuerdo de lo que hablamos al principio, él era
bastante tímido a pesar de haber venido y los papelitos, y decía cosas muy
pensadas. Casi en seguida nos elogió mucho las estatuas y las actitudes y
preguntó cómo nos llamábamos y por qué faltaba la tercera. Holanda explicó que
Leticia no había podido venir, y él dijo que era una lástima y que Leticia le
parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial, que por
desgracia no era un colegio inglés, y quiso saber si le mostraríamos los
ornamentos. Holanda levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él parecían
interesarle mucho, y varias veces tomó alguno de los ornamentos y dijo:
"Éste lo llevaba Leticia un día", o: "Éste fue para la estatua
oriental", con lo que quería decir la princesa china. Nos sentamos a la
sombra de un sauce y él estaba contento pero distraído, se veía que sólo se
quedaba de bien educado. Holanda me miró dos o tres veces cuando la
conversación decaía, y eso nos hizo mucho mal a las dos, nos dio deseos de
irnos o que Ariel no hubiese venido nunca. El preguntó otra vez si Leticia
estaba enferma, y Holanda me miró y yo creí que iba a decirle, pero en cambio
contestó que Leticia no había podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba
cuerpos geométricos en la tierra, y de cuando en cuando miraba la puerta blanca
y nosotras sabíamos lo que estaba pasando, por eso Holanda hizo bien en sacar
el sobre violeta y alcanzárselo, y él se quedó sorprendido con el sobre en la
mano, después se puso muy colorado mientras le explicábamos que eso se lo
mandaba Leticia, y se guardó la carta en el bolsillo de adentro del saco sin
querer leerla delante de nosotras. Casi en seguida dijo que había tenido un
gran placer y que estaba encantado de haber venido, pero su mano era blanda y
antipática de modo que fue mejor que la visita se acabara, aunque más tarde no
hicimos más que pensar en sus ojos grises y en esa manera triste que tenía de
sonreír. También nos acordamos de cómo se había despedido diciendo: "Hasta
siempre", una forma que nunca habíamos oído en casa y que nos pareció tan
divina y poética. Todo se lo contamos a Leticia que nos estaba esperando debajo
del limonero del patio, y yo hubiese querido preguntarle qué decía su carta
pero me dio no sé qué porque ella había cerrado el sobre antes de confiárselo a
Holanda, así que no le dije nada y solamente le contamos cómo era Ariel y
cuantas veces había preguntado por ella. Esto no era nada fácil de decírselo
porque era una cosa linda y mala a la vez, nos dábamos cuenta que Leticia se
sentía muy feliz y al mismo tiempo estaba casi llorando, hasta que nos fuimos
diciendo que tía Ruth nos precisaba y la dejamos mirando las avispas del
limonero.
Cuando íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo:
"Vas a ver que mañana se acaba el juego." Pero se equivocaba aunque
no por mucho, y al otro día Leticia nos hizo la seña convenida en el momento
del postre. Nos fuimos a lavar la loza bastante asombradas y con un poco de
rabia, porque eso era una desvergüenza de Leticia y no estaba bien. Ella nos
esperaba en la puerta y casi nos morimos de miedo cuando al llegar a los sauces
vimos que sacaba del bolsillo el collar de perlas de mamá y todos los anillos,
hasta el grande con rubí de tía Ruth. Si las de Loza espiaban y nos veían con
las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en seguida y que nos mataría, enanas
asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y dijo que si algo sucedía ella era
la única responsable. "Quisiera que me dejaran hoy a mí", agregó sin
mirarnos. Nosotras sacamos en seguida los ornamentos, de golpe queríamos ser
tan buenas con Leticia, darle todos los gustos y eso que en el fondo nos
quedaba un poco de encono. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas
preciosas que iban bien con las alhajas, muchas plumas de pavorreal para
sujetar el pelo, una piel que de lejos parecía un zorro plateado, y un velo
rosa que ella se puso como un turbante. La vimos que pensaba, ensayando la
estatua pero sin moverse, y cuando el tren apareció en la curva fue a ponerse
al pie del talud con todas las alhajas que brillaban al sol. Levantó los brazos
como si en vez de una estatua fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló
el cielo mientras echaba la cabeza hacia atrás (que era lo único que podía
hacer, pobre) y doblaba el cuerpo hasta darnos miedo. Nos pareció maravillosa,
la estatua más regia que había hecho nunca, y entonces vimos a Ariel que la
miraba, salido de la ventanilla la miraba solamente a ella, girando la cabeza y
mirándola sin vernos a nosotras hasta que el tren se lo llevó de golpe. No sé
por qué las dos corrimos al mismo tiempo a sostener a Leticia que estaba con lo
ojos cerrados y grandes lágrimas por toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero
la ayudamos a esconder las alhajas en el bolsillo, y se fue sola a casa
mientras guardábamos por última vez los ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo
que iba a suceder, pero lo mismo al otro día fuimos las dos a los sauces,
después que tía Ruth nos exigió silencio absoluto para no molestar a Leticia
que estaba dolorida y quería dormir. Cuando llegó el tren vimos sin ninguna
sorpresa la tercera ventanilla vacía, y mientras nos sonreíamos entre aliviadas
y furiosas, imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su
asiento, mirando hacia el río con sus ojos grises.
*Julio F. Cortázar (1914-1984) fue un escritor, traductor e intelectual argentino. Es considerado un autor innovador
para su tiempo, en particular, en el
relato corto, la prosa poética y la novelística. Rompió con los moldes clásicos
de la linealidad temporal, incluyó un registro coloquial rioplatense y sus mundos
se instalan en la frontera entre lo real y lo fantástico.